El abuelo Jaume era un señor que trabajaba como industrial. Llegó a tener casi doscientos cincuenta trabajadores cuando se jubiló, antes de la crisis del petróleo (la primera). El abuelo Jaume tenía una vida austera: Vivía en un piso en Sabadell (muy digno, pero piso), tenía una pequeña torre en Airesol (cerca de Castellar del Vallès) a la que llamaba, sin más, “la casita”, y pasaba una semana de vacaciones en un apartamento que alquilaba en Platja d’Aro. Tenía un Renault de gama media y se compraba un traje cada dos años en Cal Senyor de Manresa.
Recuerdo que algunas tardes calurosas de verano lo iba a ver a “la casita”. A veces me lo encontraba sentado a la sombra de un pino, con una camisa abierta (antes no se llevaban las t-shirts porque eran, y son, calurosas). Bebía limonada casera y no picaba nada (de hecho, la limonada combina bastante mal con casi todo).
Todo él irradiaba bonhomía. Cuando me veía se apresuraba a alabar lo bien que se estaba “al fresco”. Era feliz con lo mismo que cualquier ser tiene ahora a su alcance. En “la casita” no tenían piscina, ¡ni de lejos! Una ducha con la manguera del jardín hacía las delicias del abuelo cuando ni la sombra del pino conseguía aplacar aquel calor de julio. En la mesa, una comida de la tierra basada en producto fresco y un vino RRR que, todo hay que decirlo, tiraba de espaldas.
Y es que antes, con poco se pasaba. A veces porque no se tenía nada más, pero otras veces porque la gente era austera como lo es ahora la gente de montaña. Eso de gastar por gastar es bastante nuevo.
De hecho, hay estudios que demuestran que a día de hoy tenemos ciento cincuenta veces más cosas de las que tenía mi abuelo, y parece que aún necesitemos más, a juzgar por las novedades que van apareciendo en el mercado. Tenemos una cantidad inmensa de artilugios que no podemos utilizar y, al final, el único disfrute parece ser que está en el momento de la compra, el momento donde se establecerá la relación más íntima y cercana con aquel nuevo cachivache.
Lo vemos si no en el coche, uno de los bienes que más se desean y más decepcionan. Tu flamante Audi, Volvo o BMW queda tan atrapado en la cola de la salida del concesionario como el que acabas de dar como entrada, y al que prácticamente no le has dicho ni adiós.
Tenemos delirio por comprar, y como el bolsillo no está para demasiadas alegrías nos tiramos de cabeza al producto porquería que, además de utilizarlo poco, encima se estropeará a la primera de cambio. Y diremos aquello tan sufrido: «¡Estos productos chinos son lamentables!». Y volveremos a picar aquel mismo día o, como muy tarde, al siguiente.
Pero esto no es culpa de los chinos, es culpa nuestra. El otro día hablaba con un industrial textil de allí y me decía: «Cuando vienen los europeos a comprar, bien que les enseño las diferentes calidades que podemos hacer, pero siempre acaban quedándose la más barata, y por lo tanto la peor.».
Y es que nuestro delirio por suplir el vacío existencial no tiene freno. Nos pasamos el día comprando cosas que no necesitamos para impresionar a gente que no nos importa en absoluto.
Por eso, cuando en un ataque de melancolía pienso en el abuelo Jaume bajo el pino de la casita, pienso que él era libre y sabio.
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