En un claustro de una universidad cercana, hace ya algunos años, presenciaba el debate entre el jefe de estudios y el profesor de Economía de la Empresa sobre la conveniencia, o no, de aprobar a un alumno que no había llegado ni al cuatro.
La discusión tomó un cariz casi entrañable cuando el jefe de estudios (a favor del aprobado) explicó, con todo lujo de detalles, las peripecias que había tenido que esquivar el alumno en cuestión para llegar donde estaba y que, además, era un chico muy aplicado, educado y respetuoso, pero que le costaban horrores las matemáticas. Bueno, no solo las matemáticas, sino cualquier asignatura que contuviese un número (exceptuando los que se utilizan para numerar las páginas, claro está).
El profesor era inflexible. Había calculado muy mal el ratio de endeudamiento y había confundido la TIR con el VAN, y eso no eran matemáticas, era un problema conceptual.
La cosa se puso interesante cuando una profesora, de aquellas que de pronto se cae de la higuera, afirmó con rotundidad:
—Pues en mi clase lo entiende todo y me hace los exámenes a la perfección.
Entonces el de Política de Empresa sacó las uñas. ¿Qué se había creído aquella verdulera? Y le soltó:
—No me extraña que lo entienda todo, en tu clase, lo que me sorprende es que tu asignatura todavía exista como obligatoria.
El sarao estaba servido, y el jefe de estudios corrió a poner paz.
—Venga, señores, un poco de calma. Os recuerdo que solo estamos discutiendo la conveniencia o no de aprobar a Luís.
El de Macroeconomía, espabilado como todos aquellos que predicen con casi exactitud lo que ya ha pasado, dijo que el chico tenía muy mala letra, y eso era un signo de dejadez. Los demás picaron con fuerza en la mesa con los nudillos, aplaudiendo la salida. Las más de punta en blanco hicieron tintinear los brazaletes como si estuviesen asistiendo al último acto de una ópera de Verdi en el Liceo. La algarabía iba in crescendo: golpes en la mesa, tintineos, gritos de apoyo a Luís, e incluso algún cántico con rima par.
El jefe de estudios consiguió poner orden saltando sobre un pupitre. La voluntad de resolución fue tanta que el silencio se originó por la tensión que emergió al ver moverse de forma casi ilógica aquella mesa sin que ambos (mesa y jefe de estudios) cayesen al suelo.
Tomé la palabra para reconducir un poco el debate, aprovechando aquel momento de calma.
— ¿Luís sabe?
— ¿Si sabe? ¿De qué? —dijo el de Política de la Empresa.
— De eso que le enseñas… Quiero decir si crees que llegará a aprender nunca para ser bueno —maticé.
— ¿Estás de broma? Luís no sabrá nunca, como mínimo de esto —aseveró.
— Pues creo que ya está todo dicho… No todo el mundo sirve para aprobar esta carrera, como no todo el mundo sirve para jugar en el Barça. Quizás le hacemos un favor si lo reconducimos…
— ¿Estás loco? ¿Sabes quiénes son sus padres? —dijo el jefe de estudios.
— ¡Por supuesto! Unos que no sido capaces de captar para qué sirve su hijo. Probablemente no saben ni lo que le gusta…
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