El acto tenía que empezar a las 9 h. Pero, al ritmo que vamos, no empezaremos hasta por lo menos veinte minutos después. De repente, irrumpe en la sala un hombre encorbatado, con aspecto abrumado. Mira la sala medio llena, consulta por enésima vez su móvil. Va hacia la tarima de oradores, pero se lo repiensa a medio camino. Vuelve a salir de la sala, no parece haber hecho nada.
9:25 Ahora sí, ahora va en serio. Ahora entran tres: el de antes, otro más alto y arreglado, y una mujer de mediana edad.
El abrumado del principio toma la palabra. Se hace el silencio. Empieza pidiendo disculpas por los cinco minutos de cortesía (supongo que a escala 1:5). Da la bienvenida a los asistentes y empieza a repartir flores, al estilo «dama de las camelias», a sus compañeros de mesa. Da las gracias al alcalde (que ha excusado su asistencia), al regidor de Economía (que no ha podido venir porque está en Madrid), —hace una pausa para que todos se maravillen de la importancia del ausente— y al bedel, que ha traído agua para todos.
9:35 Cuando todos estábamos ya aburridísimos y sentíamos tentaciones de consultar el móvil para ver cómo iban las votaciones de exclusión de Gran Hermano 23, habla la señora.
Más de lo mismo: Agradecimiento al que la ha precedido (que ya se ha ventilado el agua), flores al que falta (de quien dice que ha hecho un hueco en su agenda para venir a hablar con nosotros y que después coge un vuelo hacia Bruselas —probablemente a comprar coles—). También da las gracias a los asistentes, especialmente al de la última fila, que ha encontrado una buena postura arrellanado en la silla y duerme como un lirón. Después de la mención de rigor a la situación económica y de criticar lo que hacen todos los que no están, da paso al súper puesto, al increíble, al tantas veces imitado pero nunca igualado, excelentísimo señor Pepito de los Truenos.
9:45 Pepito dedica diez minutos a: dar las gracias a todo el mundo, a felicitar a los que le han precedido (a veces parece que le tire la caña a alguien), a alabar el espacio y al bedel por el agua (que es Bezoya, baja en sodio), y a enviar un saludo a su prima Encarna, que está en casa enferma (tiene paperas).
Coge carrerilla y vamos allá… Una montaña rusa de diapositivas (él todavía las llama transparencias, palabra altamente evocadora), frases subordinadas encadenadas con un montón de relativos, enumeraciones de cosas (estaría bien que utilizasen números romanos, así cuando lleguen a los seis todos lo celebrarían) y auto-homenajes a la propia persona-tarea-institución que representa.
A las 11:15 acaba y abre el turno de preguntas. Vamos quince minutos tarde (hay que reconocer el esfuerzo del piloto para intentar recuperar tiempo).
El de la última fila tiene pesadillas, y el de al lado calma su angustia con un suave golpe bajo las costillas. Parece que nadie levanta la mano. El auditorio respira aliviado… De repente, el de la tercera fila, aquel hombre con cara de pocos amigos y vida dura, toma la palabra, y con ella el micrófono que el esforzado bedel (el del agua) le acerca.
Ocho minutos de reloj de soliloquio. Ocho minutos eternos. Insoportables. Llenos de retórica, de crítica, de barbarismos lingüísticos. Para acabar con un «qué piensa de…».
No puedo más… Me levanto bruscamente. Tenemos una desviación enorme respecto al plan previsto. La pregunta del pesado de la tercera fila no me interesa en absoluto. La respuesta, todavía menos.
Me dirijo hacia la puerta bajo la presión de envidiosas miradas de reprobación. Intento no tropezar, soy poco diestro en situaciones de estrés. La puerta hace un ruido aterrador, como colofón a mi huida. Ya estoy fuera. Respiro. Estoy vivo.
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