Cuenta la leyenda que una niña pequeña no conseguía nunca ver a su padre porque él siempre llegaba muy tarde a casa. Una noche, Cristina, así se llamaba la criatura, pudo mantenerse despierta hasta que su padre volvió de la oficina. Eran más de las diez de la noche cuando oyó la puerta de la calle cerrarse y dedujo que, por fin, la vería antes de cerrar los ojos.
Desde la habitación lo llamó con todas sus fuerzas y, finalmente, su padre abrió la puerta, sorprendido de que su hija de ocho años estuviese aún despierta. El primer pensamiento de Cneo fue un ligero fastidio. Estaba muy cansado de un duro día en la oficina: Problemas con los clientes, con el personal, e incluso con el inepto del camarero del restaurante, que le había traído la carne demasiado hecha.
Cneo tenía ganas de sentarse en el sofá, hablar un rato con su mujer y contestar, con su fidelísima tablet, unos correos que se le habían quedado atascados en la bandeja de entrada.
Cristina estaba acurrucada en su cama, en una habitación magnífica, espaciosa, decorada con los mejores objetos para niños. Desde el umbral podía ver el Mickey traído de Eurodisney, la pelota de peluche de los Lakers, una docena de muñecas de rabiosa actualidad y, cómo no, la tablet mini y el Iphone 5 (regalo de Navidad). Más allá, en la mesa donde se hallaban expectantes los cuadernos de deberes, los libros de ejercicios de inglés y el Manual Introductorio al Mandarín para Niños, había un flamante ordenador de sobremesa, una tele de 40 pulgadas (para ver Dora la Exploradora y el Súper 3 en inglés), la WII y, medio arrinconada, aquella su pobre, sucia, triste, desdichada PSP.
Cneo cogió aire y se acercó a la niña. Se sentó al lado de la cama, y de forma poco hábil pero voluntariosa arropó a su hija.
Cristina encendió la luz de la mesilla de noche y, aferrando fuertemente algo en su mano derecha, le preguntó a su padre:
—Papa, ¿cuánto ganas a la hora?
Cneo se quedó sorprendido. No se lo esperaba, una pregunta como aquella de su hija.
—¿Que cuánto gano? ¿Qué importancia tiene eso, hija? Eso son cosas de mayores. Lo que tendrías que hacer es dormir y pensar en cosas bonitas— le dijo.
—Vaaa, papá, dímelo— suplicó la niña.
Cneo intentó resistirse, pero su hija no paraba de insistir, y viendo que se haría eterno y que el tiempo se le volvía a tirar encima le dijo:
—¡Cuatrocientos euros!
A la niña le cambió rápidamente la cara: La sonrisa se le torció, los ojos se le negaron de desilusión. Cristina miró hacia su mano derecha, la que hasta hace un instante cerraba fuertemente para que lo que sujetaba no se le escapase. Abrió los dedos poco a poco mientras la tristeza la invadía cada vez más. Allí, en aquella pequeña mano de niña brillaba, en la penumbra de la habitación, una moneda de dos euros. Insignificante, insuficiente.
Cristina sólo acertó a decir:
—Creo que no tengo para nada…
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