Si hay dos valores que me gustan de las personas son el de autoestima y el de humildad. El de autoestima es imprescindible para tirar adelante. Hay que creer en uno mismo, el primer paso para que los demás crean en ti. Hay que ser capaz de curarte tú mismo las heridas y, no nos engañemos, hay que ser prácticos. Además, como contigo estás todo el día, mejor estar bien.
La humildad es el don de ser permeable a nuevos conocimientos, a nuevas influencias. La humildad nos hace sabios, porque nos permite entender. No conozco a nadie que se pelee con un humilde, ni tampoco conozco a nadie que se sienta incómodo ante alguien que le hace preguntas y valora su saber.
Estos dos valores han hecho crecer las empresas y las han hecho cercanas a clientes, proveedores y empleados. El problema viene cuando, como por arte de magia, aparece la soberbia y el orgullo en los que mandan, y el miedo y la incertidumbre en los que ejecutan las órdenes de los que mandan.
Intentaré ilustrarlo. Hace poco contacté con mi banco de toda la vida (¿os lo había dicho, que soy de Sabadell?) para renovar las condiciones de la póliza. Mi empresa ha tenido beneficios siempre, nada del otro mundo, si quieres, pero beneficios. Patrimonialmente es solvente, pues he procurado no estirar más el brazo que la manga. Por ello, la renovación no tendría que resultar ningún problema, ¿no? Pues bien, las condiciones propuestas doblaban las que tenía el año anterior, aunque el euríbor ha caído.
La directora me dijo que ella no podía hacer nada (seguramente era verdad) y que el Banco, los de arriba, habían sido taxativos en cuanto a las condiciones crediticias para los clientes. Si hacía más o menos que estaban en la entidad era irrelevante.
El Banco que impone estas condiciones draconianas es el mismo que ha visto caer la cotización de sus acciones a —¡atención!— un 25% de su valor. Es el mismo que ha absorbido una entidad llena de activos tóxicos sólo para decir que ahora son más grandes. Es el mismo que ha errado las cuentas y ha tenido que hacer un ERO de cuatrocientas personas. Este Banco, antes orgullo de la ciudad, presenta los peores datos de gestión de su historia, con una morosidad imparable y, además, con los clientes girados.
Sus directivos nos dan a todos lecciones en conferencias, ponencias y seminarios. Nos dicen si estamos sanos o enfermos (scoring). Nos dicen que les llevemos las escrituras de la casa y cuatro fotos para irse haciendo una idea. Estos directivos han perdido el contacto con quienes les han ayudado a llegar donde estaban. Han perdido la humildad.
Los empleados de estos, asustados por los despidos, sorprendidos por la caída de valor de sus ahorros (todos tienen acciones del Banco como instrumento patrimonial) y preocupados por su baja empleabilidad (los que son conscientes) han perdido su autoestima, se refugian tras falsos ídolos (los famosos Altos Directivos) y esperan con ansia la jubilación.
Cuando me despedía de la directora de la sucursal, diciéndole que estaba muy molesto y que no trabajaríamos más con ellos, ella me dice: «Tienes razón pero, sobre todo, si te quejas a “los de arriba”, que no salga mi nombre…».
Pobre.
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